Siempre nos la encontrábamos cuando más prisa teníamos. Sus ganas de hablar eran de una voracidad inusitada. Hablaba de todo y de nada. Era una simple vomitera de frases hechas antes de contar lo que a ella le interesaba realmente. Costaba seguirle el ritmo.
Hoy, saliendo del tanatorio, pensé que el barrio había perdido uno de sus exponentes más peculiares. En el fondo, ella se había ido y, con ella, todas las reacciones que provocaba en cada uno de sus vecinos.
– Qué niños más preciosos tienes… – me decía con frecuencia. Al menos ella se había dado cuenta… Descansa en paz, Lolita.