Te miro y tengo que hacer un esfuerzo por reconocerte. El brillo de tu mirada ha hecho la maleta y su paradero es desconocido. Tu piel, suave y blanca, ha envejecido y raspa al tacto. Aquella melena preciosa, envidia de toda la clase cuando íbamos al cole, está teñida de dolor y pecado. Te miro y veo a alguien que quiso jugar y ha terminado la partida apaleada.

Te encontré por fin. Déjame que te abrace. Déjame que bese cada uno de tus pedazos, que acaricie ese pelo como antaño. Es momento de volver a empezar, de reconstruir lo derruido, de sanar lo herido, de recuperar el verde esperanza de tus ojos.