Dicen que somos iguales y nos mutilan. Nos despedazan sin piedad. Quitan de aquí y de allá y nos convierten en producto de mercado, en motivo de lucha política, en ideología.
Dicen que somos iguales y nos abajan, nos abandonan a la suerte de tiras y aflojas.
¿Iguales? Sí. Pero completos. ¿Iguales? Sí. Pero distintos. ¿Iguales? Sí. Pero con capacidad de encontrar en el otro unos brazos que abracen a los míos.
Iguales, claro. En valor. En dignidad. En derechos. Iguales a los ojos de Dios.
– Dice mi padre que los niños no lloran…
– ¿No tenéis lágrimas?
– Yo sí que las tengo. Cuando me hago daño, me salen…
– ¿Entonces?
– No sé… Cosas de mi padre… ¿A ti te molesta que yo llore?
– No. Al revés… Cuando lloras, te puedo cuidar. Me gusta cuidarte…
No soy mercancía y, menos, producto de mercadillo. Soy mujer. Todo eso soy, mujer. ¿Y tú? ¿Qué eres tú, que te empeñas en hacerme de menos? ¿Un hombre? ¿Eso crees?
Soy mujer. Distinta a las otras, mi propia y única imagen de mí misma. Lo mejor que tengo se hace invisible a pobres miradas como la tuya. Tú sigues empeñado en exhibirme, en querer de mí lo que no puedo darte… porque me perdería a mí misma.
Soy mujer, de las de verdad y no de esas que a ti te gustaría. Todo eso soy.
– ¿Que yo me pongo así? ¡¿Y tú?! No tienes ni puta idea de lo que necesito…
– ¡Me desvivo por ti y mira cómo me lo pagas!
– ¿Que te desvives? ¡¿Alguna vez me preguntas lo que quiero, lo que siento?! Tú sólo vas a la tuya… A tu fútbol, a tu curro, a tus birras… y luego vienes y yo tengo que estar abierta de piernas ardiendo de deseo… ¡Vete a la mierda!
Sólo se les oía gritar. Una noche más. Una noche sin fin…